miércoles, 30 de marzo de 2016

El pucho



El lugar indicado para finalizar el día siempre era la terminal. En ese tumulto de gente, buscábamos algún espacio vacío para sentarnos, despojarnos de las decenas de revistas sin vender y dividirnos las pocas monedas que guardábamos en los bolsillos.  

Hoy no fue la excepción. Aprovechamos un banco libre para hacer nuestro ritual diario, contar lo que habíamos recaudado y marchar cada una a su casa antes de la medianoche. Mayra estaba cansada. De sus pies descalzos habían brotado profundas lastimaduras que se irían haciendo ampollas con el correr de los días. Andrea, en cambio, seguía con ánimos, a pesar de las malas ventas de la jornada. Yo las miraba mientras hablaban y se prendían un pucho. Fumaban con ganas, desprendiéndose del humo como si se liberaran de algo, como si soltaran las cadenas de esta vida miserable. 

Dejé mi cigarrillo para fumarlo después. Nos había costado demasiado que un señor gordo y con muchos anillos en los dedos nos convidara -después de insistir- tres cigarrillos. A Mayra la miró de arriba abajo y susurró algo que no entendí del todo. Festejamos nuestro triunfo y nos fuimos apuradas porque uno nunca sabe con estos tipos. 

El día había sido una mierda. Logramos vender cinco revistitas de porquería y no sabíamos con qué cara íbamos a volver a casa. A medida que fue pasando el tiempo, Andrea comenzó a inquietarse. Le pregunté qué le pasaba y me contestó que estaba esperando los cachetazos del padre y los griteríos de su madre alborotada por la poca guita. Mayra, preocupada, pensaba en cómo iba a conseguir un par de zapatillas para el día siguiente: descalzas la rutina era un martirio. Yo sólo me detuve a escucharlas. Miré atenta sus caras agotadas, sus pelos sucios y despeinados, sus manos con hollín. Pensé en el día que había pasado. Haciendo lo que solíamos hacer, recorriendo la ciudad sin ganas de nada, sólo con la certeza de que de algo teníamos que vivir. 

Pero, acaso, ¿es esto vivir? Si esto es la vida, si esto es la felicidad y toda esa sarta de boludeces de las que hablan las propagandas y los carteles de la calle, disculpen pero no la quiero. No quiero esta vida. No quiero esta remera agujereada, ni estas zapatillas que me mojan los pies los días de lluvia. 

No quiero la vida. No quiero esta vida porque no tengo. No tengo más que este cigarrillo guardado que me espera escondido en el bolsillo. Un cigarrillo. Un mísero cigarrillo que me alarga la calma antes de volver al infierno.