lunes, 7 de marzo de 2016

Crónicas de la ciudad I



Tenía que esperar. Esperar por algún rincón de las calles habitadas del centro de Rosario. Esperar en un escalón, en un banquito disponible, o simplemente, esperar de pie por aquellas esquinas que están asaltadas de gente que se mueve sin parar, como si no hubiera un mañana. 

Tenía que esperar mientras las lágrimas caían por su rostro. Entró a un bar para refugiarse. El sol ardiente del mediodía no la tentaba ni un poquito así que se decidió por tomar algo fresco y despejarse mientras el mundo afuera seguía andando. El lugar estaba bastante ocupado aunque todavía quedaban unas cuantas mesas vacías. Se sentó al fondo y pidió una gaseosa. Sacó de su cartera un pequeño espejo y se asombró de su cara de insomnio y de sus mejillas aún húmedas por los estragos de la angustia. Mientras miraba alrededor, comenzó a revisar el celular como todo aquél que no sabe qué hacer ni en dónde retener la mirada por unos instantes.  

De repente, una nena con rostro alegre y sonrisa fácil le tocó el brazo y la miró con un par de ojos color azabache que llamaron su atención. "Ay, ¿me comprás?", le dijo. Y en ese "ay" estaban retenidas las peripecias de una mañana casi sin ventas, con cansancio y con ganas de sacarse de encima ese arsenal de biromes que tenía que vender. Dolores le contestó que sí, que le compraba una. Inmediatamente se sentó en la silla que estaba a su derecha y sacó una servilleta de la mesa. "Mirá, te la voy a probar para que no te arrepientas...", le dijo y se puso a escribir sobre el papel. "La ka, la e, la ele... ay no, no, no, me confundí. La ka, la e, la i, la ele y la a. Ahí está, mirá". Mientras le mostraba su nombre dibujado, le sonreía con unos pocos dientes, vestigios de la infancia que significan ternura e inocencia.

A pocos metros de distancia, una nena lloraba desconsoladamente porque su madre le había comprado sólo un libro, cuando ella quería dos. Sus lágrimas caían impetuosas y sus pequeñas manos no se cansaban de apartarlas. Cuando percibió que la estaban mirando, el llanto afligido se convirtió en un sollozo tímido. Las miradas de ambas niñas se atravesaron, y cada uno de sus universos, de sus realidades, de sus infancias asestadas de imágenes distintas, se cruzaron. 

La niña que lloraba la miró a Keila y se aferró fuerte a una muñeca que llevaba con ella. Keila se acomodó en la silla, se puso seria y susurró: "¿Está llorando por un libro?". Esbozó una sonrisa pícara esperando una respuesta. "La verdad que no sé, capaz que le pasó otra cosa", le dijo Dolores. La nena le hizo un gesto con los ojos y la boca mientras levantaba sus hombros y sentenció: "¡Qué loca llorar por eso!". Después de recoger sus biromes, la saludó diciendo que tenía que seguir vendiendo en las mesas que se llenaron. 

Dolores la vio alejarse con sus zapatillas desgastadas y un pantalón que mostraba sus tobillos. Se sintió una egoísta por haberle comprado sólo una birome. Quedó sentada con un vaso de gaseosa, observando cada uno de esos mundos totalmente distintos. Pensó en cuán complicados somos: cuando tenemos lo suficiente, nos ponemos mal y queremos más, y cuando nos falta mucho aprendemos a ser felices con lo poco que tenemos. Tomó el último trago acordándose de por qué lloraba antes de llegar hasta ahí, mientras pensaba en las palabras de Keila: ¡qué loca llorar por eso!





2 comentarios:

Martin McFly dijo...

Es curioso como esa perspectiva te hace cambiar la cabeza, incluso relajarla... fue una linda vuelta de tuerca =)

Andrea dijo...

Hermoso. Somos tan afortunados que siempre queremos serlo más y así no funciona. Cada vez que quiera llorar por estupideces, pensaré en Keila.

Besitos,

Andi