martes, 2 de mayo de 2017

Soledad



El viejo de la esquina me ve desde lejos. Suspira. Mis pelos atolondrados por el tirón de la correa de mi perra, mis piecitos que se mezclan entre el colchón de hojas otoñales y yo, que vengo detrás, rasguñando el aire mientras me tropiezo con mis cordones -todavía no entiendo por qué al talle 35 le ponen cordones de dos metros-.

El viejo de la esquina me ve que me acerco con una zapatilla agonizando, las bolsitas de la caca de mi perra y yo, que vengo detrás, casi sin aire. Cuanto más me arrincono a su esquina repleta de viejos electrodomésticos derribados por el tiempo y a su colección de bicicletas, más esquiva mi mirada. Ya no me ve, sólo espía de reojo por si se me ocurre acercarme excesivamente, supongo.

Pienso en el exceso y en el acercamiento. ¿Acaso imagina que con mis pies, perpetuos infantes, sucumbiré su reino de cachivaches antiguos, llevándome puesta alguna cocina de la prehistoria? ¿O piensa que soy una pesada que lo saluda a diario con la ilusa convicción de generar una amistad fraternal? Su perro también me mira - nos mira -. Pero me ignora - nos ignora -. Tal como lo hace el viejo, disimulando su mirada seria detrás de la heladera del siglo XV que atraviesa mi camino, junto con las hojas otoñales y los malditos cordones infinitos.

Mis pelos no conocen de ubicación correcta, ni dirección indicada -menos a las 8 de la mañana-. Mi cabeza, inevitablemente toda mi cabeza, será una peluca mal colocada. En ese instante siempre pienso que no quiero pensar en cómo me veo. Y no puedo, no puedo con mi genio de amabilidad empalagosa y lo saludo con crines, en vez de cabello, y una melena matutina que espanta a más de uno. Le sonrío, tímida, con un hola que se asemeja más a una disculpa incómoda que a un buen día motivador. Me responde, sí. Pero con un hola más cortado con un hacha que con tijerita de uñas.

Yo sigo caminando, convencida de que le saqué una palabra a ese corazón tapiado y hermético. Y después me pongo a pensar -imaginar- su historia, en todos los días que lo veo en la misma esquina, solitario, con su perro que se llama Lobo, y que no azarosamente es igual a él. Adoptó la misma nostalgia en su mirada y en su andar pausado, propio de un hombre calmo y sabio que conoce de despedidas inevitables y del achaque del tiempo.

Cada  vez que lo veo, improviso una historia distinta. Que es viudo, que tuvo que aprender a convivir con la soledad de la vida y de los años que pasan; que es un ciclista empedernido que no sabe otra cosa que querer a su compañera de dos ruedas y a su perro fiel; que es un viejo decrépito que me saluda por obligación, balbuceando internamente groserías; que fue un galán que supo conquistar a las más bellas mujeres en sus años mozos y hoy sólo sabe disfrutar de la soltería congénita que le corre por las venas.

Lo veo. Lo veo por la mañana y por la tarde. Con su radio destartalada tomando mates mientras tararea alguna canción. Hoy pasé cerca, como siempre, mientras alcancé a escucharlo: "Yo no quiero que nadie se imagine cómo es de amarga y honda mi eterna soledad..."

Y la imaginé. Amarga y honda.
Como su mirada. Como su perro Lobo. Como su canción.