Recuerdo que mamá me peinaba. Me peinaba
con esa delicadeza de madre paciente, como si el mero acto de acariciar el pelo
de alguien la hiciera feliz. Desenredaba cada uno de mis nudos con ternura,
intentando no hacerme doler ni que yo largara un ¡ay! de puro instinto.
Era una tarea complicada porque mi pelo
siempre fue rebelde. No hablo de rulos inquietos ni revoltosos. Ni tampoco de
un lacio estático o inmóvil. Sino, más bien, de ondas que se escondían detrás
de mi oreja, de mi cuello y se mezclaban hasta formar nudos fatídicos. Además,
mi pelo siempre fue largo. Y eso era todo un problema yendo a la escuela: los
piojos se reproducían en masa mientras madre luchaba con productos, peine fino,
vinagre y el tan adorado palo amargo.
La tarea diaria que ella disfrutaba por
esas épocas era peinarme. Después de ponerme el uniforme para la escuela, mamá se
preparaba para la rutina de acomodar mi melena. Se tomaba el tiempo para
cepillar el pelo, para palparlo, para cuidarlo como si fuera una extensión de
mí. "¿Te gusta
así?", me decía mientras
miraba en el espejo mi cara de desaprobación. Intentaba dos, tres veces más
hasta que yo quedaba conforme.
Creo que durante toda la primaria usé
siempre el mismo peinado: pelo atado con un broche por detrás. No me gustaba
usarlo suelto: yo era demasiado varonera como para andar haciéndome la niña
delicada y femenina. Madre gozaba cuando me soltaba el pelo por mera
obstinación de ella. "Dale
que te saco una foto con el pelo suelto", decía. Y yo, roja de la
vergüenza, me escondía entre mis crines intentando no llamar la atención.
Hace unos días, en el colectivo, me topé
con una madre que también acariciaba el pelo de su hija mientras la peinaba
entusiasmada. Sus ojos estaban posados en la nuca de la pequeña, y bajaban y
subían siguiendo el movimiento que hacían sus manos. Quizás estaba
pensando en otras cosas, quizás era un acto reflejo de madre, una costumbre, un
tic nervioso. Quizás estaba imaginando el cariño que transmitían sus manos
mientras el pelo de la niña se movía y bailaba entre sus dedos. Pero estoy
segura que lo hacía sin darse cuenta que en ese acto tan simple, tan trivial,
su hija se siente infinitamente amada.
3 comentarios:
Que hermoso relato.
Las manos de mamá. No solo buenas para el cabello, si no también, para una palmada de aliento cuando lo hacía falta. Para secar mis lagrimas. Para sus comidas, sus manjares de comida. Y muchísimas cosas más. Benditas sean esas manos.
Me gustó mucho Anto. Tu forma de escribir me hace recordar a mi vieja. Te mando un beso enorme. Que tengas un lindo sábado.
Hace un mes estuvo mi mamá de vacaciones acá conmigo y hablando de vos. Le dije: Antonella.. muy menudita ella, que tenía un pelo re lindo, largo, siempre con un broche. Ahora se lo que se escondía detrás del broche! :) Muy lindo, como siemre. Un beso Anto.
Me hiciste recordar inevitablemente la canción "Las manos de mi madre". No voy a comentar mis experiencias en relación madre-pelo, porque sería largo y tedioso. Solo recuerdo con gracia las noches en las que después de bañarme me pasaba el peine fino y yo no hacia más que un berrinche tras otro por temor a que me pinchase con algún diente en la cabeza, sobre todo cuando lo pasaba detrás de las orejas, nunca sucedió, claro, paranoias de niña. Pobre mi mama, encima yo eraba bastante piojosa, sobre todo en épocas de pileta.
Es muy lindo leerte, ya te lo habrán dicho incontables veces, tenés una manera genuina y cálida para escribir.
Saludos.
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