viernes, 18 de abril de 2014

Qué bonita vecindad



A las seis de la mañana un despertador madruga y se hace escuchar a viva voz. En este espacio diminuto cada ventana se saluda, cada habitáculo vecino es como la sucesión del propio. Cada pequeño rincón limitado lleva adelante la enorme tarea de comenzar el día de manera diferente; a cada hora, a cada minuto, distintas historias respiran en simultáneo.

Mi despertador suena nueve y treinta, pero desde unas horas antes se siente el murmullo del reloj ajeno. Como si madrugar por obligación fuera poco, ¿hace falta recordar que en esas horas de insomnio absoluto, se percibe el ronquido de algún ser humano dormido, probablemente con la ventana abierta y cerca de ella? ¿En cuál de todas estará soñando?

A las once se escuchan gritos. Gritos que invitan a levantarse, a dejar la modorra, a decir ¡aleluya!, buen día.  Una señora, que vive en planta baja y que se queja por la manada de cigarrillos que le tiran desde arriba, intenta (siempre sin buenos resultados) que su hijo deje la fiaca y desayune, en vez de almorzar. La perseverancia de esta pobre mujer se extiende a lo largo de un par de horas. Sus palabras son progresivas: empiezan tiernas y terminan siendo un ataque violento: ¡O te levantás, o te levanto yo! Los primeros días imaginé que el pequeño holgazán estaba en todo su derecho (y en su edad) de disfrutar del sopor de las frazadas. Después me di cuenta que no, que la mujer convivía con un hijo que se excedía en años como para reposar hasta la hora de la merienda. El día que escuché su voz, la inocencia del infante que creía que era se cayó y se convirtió en un individuo con pocas ganas de salir a existir entre seres humanos. En definitiva, estamos con un caso de hombre maduro que no maduró, viviendo con su madre luego de una vida frustrada que todavía lo tiene sin aspiraciones para abandonar el lecho-pecho-techo materno.

Un caso especial es la historia de amor y odio que tenía una parejita  de vecinos bipolares. Tengo que declararlo: me obligaban a poner en mute el televisor. La tragicomedia del día empezaba cada mañana de manera diferente. Mientras ellos disfrutaban de su circo, era inevitable no pegarse a la ventana y escucharlos. En algunas ocasiones me reía sola. En otras, sufría con la pobre loca que lloraba y le echaba en cara una cosa tras otra al machista que tenía como novio. Escuchaba sus gritos, sus reconciliaciones y sus discusiones. Nunca pude determinar de qué piso eran pero gritaban tanto que parecía que los tenía adentro del mío. Creo que la historia llegó a su fin el día que se tiraron de todo. Hubo mucho portazo, mucho show, mucha alharaca. Ese fue el adiós a mi novela diaria.

Como si fuera poco, la existencia de un vecino (N/N para mí porque todavía no logré identificarlo) que desdeña por completo un hermoso cartel que dice que la basura se debe tirar en los contenedores de la calle, me pone de mal humor. Seguramente, este especimen piensa que mientras él deja su basura en el pasillo del primer piso, algún otro ser vendrá y de buen agrado le tirará sus restos olorosos afuera. Seguí mi intuición y llegué a la conclusión de que el vecino langa proviene de algún piso más arriba. Sólo se toma el trabajo de bajar hasta el primero para dejar las bolsas ahí. ¿Qué hago cada vez que las veo? Las subo y las dejo en otro pasillo. Con ese acto, indirectamente le declaro la guerra a mi enemigo invisible; esté donde esté, viva donde viva. Juro que algún día lo voy a pescar dejándome sus bolsas asquerosas en mi pasillo y ahí lo quiero ver enfrentarse con mi figura intimidante de un metro noventa.

Nunca viví en un conventillo pero creo que esto es lo más cerca que puedo estar de experimentar algo similar. Acá se escucha casi todo. Y digo casi, porque en el todo sólo están exentos los susurros con  música fuerte. Nada más. Mi baño se comunica con el del vecino. En más de una oportunidad escuché el ruido de la ducha o el botón del inodoro. No me extrañaría que me odien por mis inevitables conciertos cuando me estoy bañando o mis charlas en soledad que consisten en preguntas y respuestas que me gusta entablar con mi yo interno. De sólo pensar que esto es real y concreto, y no pura imaginación mía, me agarra de sorpresa un insignificante sofoco. ¿De qué piso es la caradura que se cree cantante en ese cuadrado en el que está sumergida?

Si profundizo un poco más, ¿hace falta hablar del peligro que pueden causar las ventanas? Aunque me mortifiquen sus dimensiones de 2x2, mi  mayor disgusto es que son riesgosas. Todas dan a un patio interno. Es decir, abro la ventana y ¡oh, maravilla de la vida! Tengo un vecino al frente y otro a la izquierda, y otro a la derecha, y otro arriba, y otro abajo. Y uno no puede andar como se le antoje si no tiene ganas de que lo miren desde afuera. Todavía me cuesta determinar si vivo con una amiga o si estoy viviendo casi en sociedad, en una comunidad que se mira desde las ventanas y se conecta por la ventilación del baño.

La vida en estos recovecos no es nada fácil. Planta baja más tres pisos con alrededor de nueve departamentos por piso. A veces necesito ayuda; no sé si la música es para compartir y debe escucharse un dispositivo musical a la vez, o si estoy en todo mi derecho de arremeter contra la enésima repetición  que mi vecina hace de un tema de Pedro Aznar. No sé si mi departamento es parte de una gran, gran casa, o es un hospital con pasillos y muchos cuartos análogos, o si, en realidad, estoy viviendo en un espacio bien delimitado y cada ventana corresponde a una vida totalmente distinta. No sé si esta gente es mi familia, si de verdad necesito ponerle llave a la puerta o si somos todos perfectos desconocidos que nos decimos buen día por obligación, respeto y otras yerbas. Lo único que sé es que, por las dudas si me visitan, toquen el timbre del primer piso, departamento seis. A la historia mía... que la cuente otro.


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