martes, 18 de marzo de 2014

La ojota


Ser un deportista nato es una habilidad con la que lamentablemente se nace. Y lo digo así, con aires desoladores, porque el espíritu atlético es casi una forma de la personalidad: está ahí, llegó junto a vos con todo el combo incluido. No se tiene porque se quiere, sino por pura suerte. Hay personas que siendo apenas infantes ya practicaban deportes extremos, venían con la pelota pegada a los pies o desplazándose en el agua con una naturalidad singular. Hacer actividad física es una decisión propia, que cualquiera puede tomar, aunque ser un as de alguna actividad que merezca un par de zapatillas es una aptitud, muchas veces, heredada. 

Como era de esperar, yo nací sin esa destreza aunque mi ilusión siempre fue otra. Podríamos decir que soy la sucesora de una no-virtud que anda dando vueltas en mis genes. No tengo coordinación en mis extremidades y, aunque me encanta bailar, necesito una clase básica para todo. Mi primera relación con el deporte fue la natación: un desastre infrahumano. Madre sabrá determinar con exactitud cuánto tiempo fui, pero recuerdo que no fue muy extensa mi estadía. Aprendí a nadar, ojo, pero nunca pude tirarme como una persona normal desde el trampolín; sin contar que estuve no sé cuánto tiempo con el flota-flota al lado mío, digno compañero de aprendizaje. El crol siempre me salió torcido, en vez de respirar aire, tragaba agua.

Después de la experiencia natatoria, tuve un acercamiento a la gimnasia artística. Me gustaba; mi contextura me facilitaba aprender más rápido, tener mayor dominio de mi cuerpo e incluso, gozar de una flexibilidad que fue en aumento. Pero no era un deporte que me apasionara, más bien un hobby, un pasatiempo de esos como las clases de guitarra. (Además de que, entre nosotros, la malla de competición era espantosa.)

Ni hablar de la época del secundario: le metía actitud pero eso no alcanzaba para participar de los torneos intercolegiales. Yo solita saco a relucir mis victorias y me humillo. Sonará a justificación pero juro, juro, juro que tenía demasiados impedimentos: jugábamos al handball, todas mis compañeras eran gigantes y yo siempre con mi escasez de altura. No podía marcar porque era el colmo ver a un caniche intentar detener a un rottweiler. Estaba claro, ¿qué iba a hacer ahí? Mientras miraba, admiraba y anhelaba poder participar del equipo, había quienes casi no tenían que hacer esfuerzo alguno. 

Si al menos Padre me hubiera heredado su habilidad de arquero, mi situación quizás fuera otra. Pero no, soy una deportista frustrada que sale a correr para matar las penas de la desilusión. No dependo de nadie, salvo de mis pies. Porque aunque siempre fui una ojota, nadie me saca el par de zapatillas.




1 comentario:

Garriga dijo...

Muy bueno. Deben traerlo de otras vidas. Creo igual que la culpa del fracaso es de la ilusión.
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