viernes, 16 de agosto de 2013

ROS(olid)ARIO



Hace diez días atrás, Rosario sufrió un gran accidente que nos dejó a todos sumergidos en la tristeza. Un edificio explotó a causa de una pérdida de gas que le quitó la vida a muchas personas y dejó una atmósfera gris que aún hoy, luego de tanta búsqueda y sacrificio, sigue presente. 

A ocho cuadras de la explosión, los vidrios de las ventanas vibraron, y mucho. La incertidumbre por saber lo que había pasado era cada vez más grande. En pleno centro, en plena luz del día, en pleno apogeo de semana rutinaria como acostumbra tener la gran ciudad, ¿quién hubiera imaginado que algo así podía llegar a pasar y a tocarnos tan de cerca, tan de golpe, tan inesperadamente?

Primero, el asombro. Después, el dolor. La angustia de ver a aquellas familias buscando a sus seres queridos hace cuestionarnos inevitablemente qué hubiera pasado si la víctima era un amigo, un familiar, o por qué no, uno mismo. Frente a esto, ¿hay, acaso, algún culpable? ¿Es el destino, la vida, la responsabilidad de uno o de muchos? Innumerables testimonios para recolectar y analizar, historias que nos estremecen y nos hacen bajar la cabeza, una calle teñida de negro, un vacío en el corazón de Rosario. Me sentí mal. Mal porque lo imaginé. Porque no pude evitar tener al menos un poquito de conciencia de aquellos minutos desesperantes que habrán sido eternos. De aquel que no sabe lo que está pasando, de aquella chiquita que se aferró a su mascota, de aquel matrimonio que lo enfrentó de a dos. 

Escuchando varias entrevistas, hubo unas palabras de un hombre que había presenciado la explosión y se salvó para poder contarlo, que me quedaron impregnadas. "Una brisa tibia, la onda expansiva, me llevó la historia". Así, sin más. Se había salvado, estaba agradecido porque, supongo, vivir una situación como ésta y seguir con vida es una bendición. Pero el fuego le había quitado otra parte de su esencia: sus recuerdos palpables, tangibles, terrenales. En unos segundos, esa onda expansiva se tragó casi literalmente y con ímpetu, el cúmulo de historia que tenían decenas de familias.

Hoy la ciudad se va sanando de a poquito, a fuerza de lágrimas y mucha voluntad. Quedará para siempre un rinconcito sin cicatrizar. El dolor es de todos, aunque sí debo decir que es frente a estos hechos cuando no me canso de admirar el ánimo y el vigor de afortunadamente muchos. Deberíamos aprender a poner más en práctica  el espíritu de solidaridad que surgió a partir de esto. Porque, no sé, quizás, encontremos en eso un buen motivo para sentirnos mejor.