Como no podía ser de otra manera, me fui de vacaciones por semana santa y terminé viviendo otra aventura al estilio mío: épico y con aires de epopeya osada. Pasé más de la mitad de mi estadía en Bariloche en el hospital, mientras me limpiaban el ombligo y me sacaban el apéndice. Tuvimos la suerte de disfrutar el primer día de la mañana a la noche porque a la madrugada se vinieron horas demasiado largas.
Los médicos me tranquilizaron. Estaba claro que no era el fin del mundo y que las cosas podrían haber sido mucho peor. Tenía la vista de una bella ciudad y la compañía de mi familia, claro. Aunque la bronca no dudó en brotar cuando los km y la distancia de semejante viaje me hicieron volver a la realidad. ¿Qué persona dotada de ínfimos gramos de suerte sufre una internación justo en ese momento? Me dejaron internada, con análisis y en observación; el cuadro era confuso aunque según mi intuición y los presentimientos que suelo despertar, estaba todo más que claro: APENDICITIS (y de ahí directo a mi ejecución.) En teoría, tuve mucho miedo. En la práctica, además de miedo, estaba aburrida y angustiada. Siendo una persona que constantemente busca quehaceres para sentirse mejor, lo peor que me puede pasar es estar quieta con un ambiente que ni siquiera acompaña la escena. A esto se suma la dependencia y necesidad del otro: me recorría la salita con el suero colgando y requería ayuda para trasladarme hasta el baño. Lo más envidiable era mi manjar diario que consistía en suero como desayuno, almuerzo, merienda y cena.
Mientras deliraba a causa de mi aburrimiento nivel experto y mis dolores retorcidos, se me ocurrió pensar que quizás las cosas fueran distintas si al menos colgaran globos, musicalizaran la habitación para atraer la buena vibra o alguien se disfrazara de teletubbie, así me reía un rato y me olvidaba del calvario de mi panza. ¿Era mucho pedir? Lo sé, a diario muchas personas viven el martirio del encierro, de las camillas con ruido angustiante, de comida sin azúcar ni sal, de suero, de antibióticos, analgésicos y análisis, de batas verdes y de sensación de parálisis cuando se necesita ayuda para sentarse o calzarse las pantuflas.
Entonces ahora sí, debo admitir que aprendí. Apelemos a que las experiencias y los momentos singulares que siempre son primerizos nos dejen una enseñanza por ese mismo gustito nuevo que nunca habíamos percibido. ¿Aprendizaje de la vida, quizás? Sin duda lo fue. Y más aún cuando me di cuenta de que aquello que hizo valedera mi estancia en el sanatorio fue el hecho de palpar pequeños momentos que me dejaron marcas en la cabeza y en el corazón.
Compartí la habitación con una señora de unos 70 años que en sus ojos me contaba su vida. Una de sus hijas y dos de sus hermanas se turnaban durante todo el día para cuidarla y mantenerse cerca de ella. Como tantos otros internados, necesitaba ayuda para moverse, bañarse y levantarse de la cama, aunque así y todo, eso no le impidió despertarse cada mañana con el firme propósito de conseguir el alta de los médicos e irse lo más pronto posible a su casa.
El día que me dejaron libre, el doctor que estaba de guardia me hizo una revisión y concluyó que después de la merienda ya podía marchar. "¡Yo también me quiero ir después de la merienda!", dijo. "Vos tené paciencia que te quedan unas cuantas cenas más por acá, Carmen..." La risa como método de camuflaje no falla, pero en su nostálgica mirada pude ver que después de casi un mes de seguir ahí, las ganas de salir a respirar se potenciaban. La saludé con angustia. Por ella, por las miles de Carmen que hay, que no pierden la fé, que no bajan los brazos y que deben lidiar con las heridas de los años.
Anoche, mientras estaba acostada, me acordé de Carmen, de su camilla ubicada al lado de la ventana como anhelando libertad, de la situación en que la conocí y de las ganas enormes de abrazarla desde acá. Anoche recordé el momento en que giré la cabeza mientras hacía esfuerzos titánicos para dormirme y ví a mi mamá durmiendo entre dos sillas, con un sueño desfallecido y una gran preocupación, pero aún así tomándome de la mano con fuerza. Me estremecí. Todo el amor que recibí en esos días fue gigante. Me sané con mimos y me aferré a creer que en nuestra vida damos aquello que recibimos, y a su vez, cosechamos nuestra propia siembra. Si tengo una familia tan llena de luz, no pretendo menos que dar luz a los demás. Por eso soy una eterna agradecida con lo que me tocó.