El ser humano es inconformista por naturaleza. El que es muy alto y sobresale en una multitud repleta de cabezas quiere cortarse un poco las piernas. El raquítico quiere agregarse rodillas, pantorrillas y cualquier extremidad posible, abnegado por los típicos apodos de la gente normal que se regodea por la altura que heredó. De tales seudónimos puedo darles un cúmulo de ejemplos, créanme que lo vivo a diario.
Estoy opinando sobre un panorama general, no quiero decir que todo el mundo se mire al espejo anunciando a viva voz sus defectos o las causas por las cuales no se ve como quisiera. Aunque lo cierto es que todos en algún momento nos hemos enfrentado con nuestros complejos para recriminarlos y, en algunos casos, para intentar superarlos. Algunos lo lograron, otros se estancaron en la vergüenza y elquédirán que eso conlleva.
En la mujer, estas discrepancias se dan muchas veces con el pelo. La del pelo lacio y finito lo quiere abundante y al mejor estilo Shakira en sus años mozos. La muchacha de los rulos se instala con la planchita en la mano y unos cuantos productos para lograr aplanar un mechón que se asemeja a las cerdas de un cepillo. Misión imposible, un poroto. Y así la rubia quiere ser morocha, y la morocha se masacró la cabeza con una tintura de rubios radiantes que terminó dejando un terremoto catastrófico.
Durante la pre-adolescencia (nunca entendí bien por qué pre, pero en fin), mi fascinación por las revistas de pelos increíbles con imágenes de modelos divinas y acicaladas me producían un anhelo muy grande por llegar a ser así. Cuando uno es chico no mide la importancia de las cosas verdaderamente importantes, valga la redundancia.
Alrededor de los 12 años me quería teñir el pelo de colorado. Ni mechitas ni iluminación, Anto quería color rojo. Por supuesto (y gracias al señor), Madre nunca me dejó. Imagínense una mocosa con el pelo de ese tono, caminando por la calle extasiada por su nuevo look. Es hora de agradecerle tantos años de impedimentos y límites. No sé qué hubiera sido de mí.
Mi tarea siempre fue idear otra opción. No me iba a quedar con la prohibición que ya me habían dado. Terminé tiñéndome mechas de color rojo con papel crepé comprado en la librería de la esquina. Le pasé el dato a mi prima y nos teñimos las dos juntas en el patio de mi abuela. La entrometida de mi hermana quiso hacer lo mismo, como toda hermana menor que se guía por el gran ejemplo de los hermanos mete-patas. Cuando se asomó en el espejo del baño para tener una visión más precisa de su pelo, terminó apoyándose en el lavamanos, colgándose de la cortina de la ducha y... (¡Bingo!) rompiendo todo. Lindo regalito de vacaciones. Lo mejor de la anécdota es que la culpa fue directamente hacia mí.
Una semana previo a mi fiesta de 15 me agarró la locura de tener flequillo. Y, adivinen qué? Sí, señores, me devasté la cabeza, tijereteándome por demás. Cuando Madre me vió (porque por supuesto tuve la prevención de no avisarle antes), casi le agarra un infarto de miocardio. Por el apuro y mi falta de paciencia para ir a una peluquería a cortarme el pelo como se debe, tengo un álbum repleto de fotos con mi flequillo "loco" (así me lo apodaba una amiga, gracias Mica) que es el centro de atención en todas las imágenes. Ese fleco hablaba por sí solo, los pelos se salían de lugar y dejaban a la vista una porción de mi frente. La combinación del típico vestido largo de quinceañera junto con mi exitoso corte de flequillo era angustiante. Creo que si hoy miro las fotos me largo a llorar.
Las dos son anécdotas producto de mis ocurrencias y mis ganas de cambiar, siempre cambiar. No lo llamo disconformidad simplemente porque día a día busco aceptarme como soy, aunque a veces cueste. Todavía sigo teniendo ganas de raparme la cabeza y salir a la calle con una cresta. Teñirme de violeta. O llegar a mi casa con rastas. ¿Por qué no? Quizás parte de la propia aceptación resida en querer cambiar sin cambiar nuestra esencia.