Siempre estuve segunda en la fila. Quiero decir que desde mis más simples recuerdos, el primer, segundo y como mucho tercer puesto dentro de la tan insoportable hilera escolar que tanto me castigaba, estaba dedicado para mí. Siempre había alguna otra que era 2 cm más bajita (juro que lo medía con la vista y la intuición.)
Debo medir lo mismo hace más de la mitad de los años que tengo ahora. La genética me regaló una altura digna de tacos, pero me la banco con todas las letras. Lo que no me banco son los apodos, pero eso es otro tema.
Desde esa vista anti-panorámica en donde el segundo puesto era mi lugar, tenía una especie de recompensa, un premio consuelo que tenía las cuatro letras más lindas del universo: Blas.
Be-ele-a-ese. Lo nombraba siempre, era casi como pronunciar una letra entera. Blas era EL chico del curso. Siempre charlatán, siempre simpático y... siempre lindo. El típico rubiecito bonito con sonrisa que enamora y que siempre, pero siempre, busca chicas más grandes con las cuales alardear.
Yo no entraba en ese paradigma de "Chica grande". Ni por la edad ni muchos menos por la altura. Anto era la chiquita, la menudita. Confortaba mis ánimos simplemente con la presencia que me brindaba el hecho de que él fuera casi de la misma altura. En la fila éramos pareja, éramos A y B, rubiones, bajitos, casi novios, pretendientes, futuros esposos. Lástima que él nunca lo supo.
Jugábamos al tan famoso Poli-ladrón, mientras ponía en práctica mis inocentes armas de seducción. Las más diosas se soltaban el pelo, se pintaban las uñas y corrían como princesas despampanantes en un mar de mocosos rebeldes. Yo tenía dos estrategias: Cuando era policía, corría lo más rápido posible, hasta que el corazón me quedaba temblando. Blas era mi presa, sin duda alguna, y de esta forma podría admirar mi velocidad innata. Cuando era ladrón, me dejaba atrapar por mi secreto novio que siempre era solicitado por alguna metida. Así pasaba mi recreo.
Al final del día, mi mochila, carrito en ese entonces (gracias al señor ya casi no se usan), rozaba sus manos. Blas me ayudaba a llevarla cuando el aparatejo se interponía entre nosotros. Mi mano derecha y su mano izquierda iban juntas, se acariciaban tímidamente, mientras yo estaba a punto de proponerle matrimonio.
Toda la primaria enamorada del mismo. Llegó a raparse. Llegó a convertirse en un pelado de 8 años. Y Blas seguía siendo pretendido.
Me fui del colegio, me cambié de ciudad, de lugar, de espacio y de vida. Crecí, por supuesto. No sigo siendo una púber con moños en el pelo, pero sigo teniendo un itinerario completo de más historias como ésta. Voy plasmando ilusiones en pedacitos de Blas que se cruzan, sin darme cuenta que lo que verdaderamente me atrapa, sólo puedo percibirlo en la incertidumbre.
El misterio es mucho más interesante que la imaginación. Y así se da.