Siempre tuve la certeza de que una de mis abuelas era una especie de ying y yang, de blanco y negro, de Branca o Vittone, de Gandalf o Dumbledore, de Hegel o Kant con respecto al resto de las abuelas existentes en éste y otros planetas.
La Abuela Chiqui no es abuela. Es madre, amiga, confidente, cómplice, lo que se quiera menos abuela. Pero no por el rótulo y la labor que implica ser una abuela con todas las letras, sino porque mi abuela podría describirse con una palabra que siempre tiene un gustito distinto según el contexto: ESPECIAL.
Ser especial es ser algo que otros no son, es ser distinto, es contrastar con el resto y dejar demostrado de esta manera la excepción que rige la regla. Y por ser especial es que tuve que encontrarle un sobrenombre que se distinguiera: La Chicha.
Desde que tengo memoria la Chicha siempre estuvo impecable, una vez que se levanta y hasta que se va a acostar. Se maquilla, se peina, se viste de punta en blanco. Coqueta y presumida, huele a perfume y a cremas de todos los modelos, tipos y patrones. Baila el ritmo que le pidas, se emociona con el tango y no duda en salir a la pista cuando empieza la música.
Encuentra el fin del mundo en una lluvia con granizo y se brota de miedos cuando no le atiendo el celular. Puede cebarme tres termos de mate sin chistar y llenarme la panza en una tarde con más de lo que como en una semana.
No sólo ella es sinónimo de pulcritud y prolijidad, los rincones de su casa están amoldados a su personalidad de inquieta, de mujer con carácter y temperamento.
Hace veinte años que vive sola en un lugar del que sus tres hijos ya partieron. La Chicha se convierte en pintor, en plomero, en albañil. Siempre y cuando pueda arreglarlo, lo hace. Admiro sus ganas y su fortaleza. Aunque debo declarar que me siento incapacitada totalmente para lograr entender cómo hace para levantarse de lunes a viernes a las 7 de la mañana, caminar 10 cuadras e instalarse en el gimnasio. Pequeñas incógnitas de la vida.
-Ayer me silbaron en la calle... ¡Todavía levanto!- me dice mientras se ríe.
Y nos reímos las dos, juntas, como otras tantas tardes en que la voy a visitar. La miro y muero por decirle que no le tema al tiempo. Que la vida se vive disfrutándola. Y que nunca se olvide de que la quiero así. Como es. Especial.