Volví de un viaje que me atrapó por completo. Fue en ese trayecto que implica la vuelta donde mi cabeza se quedó en parálisis, donde la regresión a los pequeños días tan inmensamente lindos fue inevitable.
Siendo bien egoísta: el tiempo no me alcanzó. A nadie le sobran horas de paz y tranquilidad. Para mí que vengo de ciudad en ciudad, en donde el mayor alcance de calma está en una costanera repleta de gente, creo que esto fue de otro mundo.
Doce horas completitas de viaje. Llegué con un buzo abrigadísimo y un gorro de lana: ¿Quién me mandó a ignorar el pronóstico del tiempo? Bienvenidos al clima digno de pileta, ojotas y tereré, mientras en mi bolso asomaban bufandas y por poco no había orejeras. Tuve que arreglármelas: anduve durante la semana con remeras que había llevado de casualidad. Dos eran de piyama, no quedaba otra.
La humedad del clima, el olor a esa tierra colorada que se adhiere a la ropa, la vegetación en desarrollo, calor, sol, lluvia y así, infinitamente.
Conocí Wanda, el lugar donde nací. Volví a mis raíces, me sentí completa.
Fui testigo de ese lado que muchos ignoran: chicos exigidos a trabajar, sin poder disfrutar de su niñez, sin tener derechos sólo obligaciones. El mundo que no queremos ver está apenas a unos pasos, mientras nos preocupamos por cosas tan insignificantes que al rato pasan a ser completamente inexistentes.
Sus caritas de ilusión forman una imagen guardada con tinta indeleble. Si hay algo que tienen bien presente es la valoración de las cosas. Encuentran la felicidad en pequeñas cuotas, en lo simple y en lo sencillo. En tener como despertador un sol enorme y en sonreír aún en los momentos más difíciles caminando descalzos en libertad.
Quien fuera como ellos.